domingo, 27 de diciembre de 2009

una historia triste

Una vez estaba tomando un café con mi mamá en un bar y un señor viejo, flaco y vestido de negro que estaba sentado en la mesa de al lado me preguntó:
- ¿Por qué estás tan enojada?
- No estoy enojada. – le dije.
- Sí, estás enojada. Tenés una personalidad fuerte, pero te cuesta arrancar. Te quedás ahí. Tu problema es que pensás mucho y que te cuesta despegar. Y tenés que olvidarte de todos esos chicos con los que salís, no te entienden. Un día vas a conocer un hombre diez años mayor que vos que te va a entender.
- ¿Viste? - Me dijo mi mamá haciendo ese gesto que hace cuando algo, aunque sea la opinión un desconocido al azar en un bar, concuerda con algo ella alguna vez dijo o pensó.
Él siguió tomando su café y yo el mío. Se volvió hacia mí.
- Y hacé lo que tenés que hacer. Tenés que escribir, tenés que seguir escribiendo.
- ¡Ella escribe! ¡Es poeta!– dijo mi mamá.
- Ya sé. – dijo él. Pagó su café y se fue.
Y yo seguí escribiendo. Nunca tuve un talento especial para nada. Pero un día decidí escribir una buena novela. Y lo hice, durante las primeras veinte páginas. Ficción casi pura, varias voces de varios personajes, fuertes y definidos. Vivía sola, me levantaba al mediodía, escuchaba música house de los noventa mientras leía novelas de los noventa en las que había música house, a veces no hablaba con nadie en todo el día, a veces salía de noche, me emborrachaba o no me emborrachaba, me enamoraba superficialmente de varias personas a la vez y varias personas a la vez se enamoraban superficialmente de mí, a veces las mismas, a veces otras. Pero sobre todo escribía. Escribía algún poema aceptable y varios malos, muchos regulares, y escribí las veinte primeras páginas de mi segunda novela, mi primera novela buena.
Hasta que conseguí un trabajo. Relaciones públicas en una editorial jurídica. Tenía que usar pollera, tacos, maquillaje. 9 horas por día, 5 veces por semana. A veces tenía que visitar clientes pero la mayor parte del tiempo lo pasaba en la oficina. Con mis compañeras de oficina, mi computadora de oficina, las paredes de oficina pinchadas con cartelitos de oficina con aforismos y frases de aliento oficinista. Usaba mis pocos viajes en subte para pensar en mis personajes, para escuchar cómo me hablaban y me contaban sus historias. Necesitaba escribir. Necesitaba llegar a mi casa para escribir pero también necesitaba comer y bañarme y lavar la ropa y dormir y necesitaba sobre todo pagar el alquiler entonces llegaba a mi casa y me quedaba dormida antes de llegar a la computadora y me despertaba a las 8 a.m. para ponerme mi ropa de oficina y llegar a la oficina y trabajar en el trabajo más agotador de toda mi vida: el de mantener durante 9 horas mi propio personaje de chica de oficina.
No pude soportarlo. Renuncié. Volví a sentarme frente a mi computadora, a las dos de la tarde o las 4 de la mañana, pero simplemente no pasó nada. No sé si fue la culpa por no estar haciendo “lo correcto”, o la presión del alquiler, o que algo maléfico en esa oficina me había mutilado, pero mis personajes no volvieron a aparecer, me abandonaron, se suicidaron.
Conseguí otro trabajo. Supongo que escribir no era tan necesario después de todo.

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